domingo, 20 de mayo de 2012

Borgiana.

Ya era tarde. Temprano para otros. En una hora había que estar en la panadería, en Villa Gobernador Gálvez, embolsando el pan. Y todo el mundo sabe que los colectivos no son famosos por recorrer la ciudad precisamente en esos momentos en que uno más los necesita. Así que estar en Rosario, tomando una cerveza en algún barcito de esos en que uno se suele cruzar gente conocida, no era la mejor idea del mundo.

Tomé la decisión de llamar un remís, después de todo no me iba a salir más de lo que ganaría esa mañana. Y por suerte terminó apareciendo bastante rápido, precisamente el auto que solía manejar, aunque en ese momento no me di cuenta.

Me subí y expliqué adónde iba. Inmediatamente después me puse a pensar en otra cosa, con esa actitud de  "listo, ya estoy yendo a mi casa, cierro los ojos hasta allá, y eso me va a dar la vitalidad necesaria para sobrevivir estas horitas sin haber dormido la noche".

Entonces me di cuenta que el que manejaba era yo. "Esta vez vamos a decidir entre los dos adónde vamos", dijo. Sí, no le voy a dar muchas vueltas al asunto. También me siento incapaz de explicarlo, porque sinceramente no nos dedicamos a perder el tiempo de tan maravilloso encuentro tratando de develar los mecanismos del universo que lo hacían posible. Sólo me miré, en silencio. El otro se rió, como si hubiera entendido todo (aunque, siendo yo, sé que seguro algo no entendí), y me preguntó: ¿Qué sentís?

Yo le contesté que la sorpresa era mínima. Que había una sensación de ansiedad atroz. De ganas de contarme todo. Y entonces seguí, tratando de no imaginar la anécdota futura de este momento, dispuesto a vivirlo.

Bajamos por Entre Ríos hasta Pellegrini, andando despacio, como siempre que surge la charla. Como siempre que disfruto manejar. Las manchas de luces se sugerían alumbrando intermitentemente el interior del auto. No dijimos más nada hasta el semáforo.

- ¿Te sentís mejor ahora que dejaste el auto?

- Sí. Es agotador manejar toda la noche. Dormir con frío en el asiento. Perseguirse cada tanto. No ver la luz del sol.

- Decimelo a mí. Igual hay cosas que yo todavía disfruto: La gente, los personajes, las cosas que te cuentan. El otro día una mujer me contó que plantó un árbol en la vereda y se lo robaron. Empezamos a charlar porque escuchar a Dolina le trajo recuerdos.

- Ja. Qué bueno. Y eso es seguro. De otra forma no lo estarías haciendo. Te conozco como si nos hubiera parido la misma madre.

Los dos miramos con cariño la plaza López. Seguro que volvimos a imaginar cuando era el lugar de despegue de globos aerostáticos, o recordamos de dónde vienen todos esos árboles exóticos. La avenida se agotaba en silencio.

- Che... ¿Por qué creés que hacemos lo que hacemos?

- Es una mezcla. Es porque queremos, porque nos aporta beneficios, porque nos permite hacer otras cosas que queremos. Porque nos gusta. Porque les gusta a los demás. Es tan difícil de distinguir a veces.

Para cuando tomamos el acceso, volvió la conversación, pero me es más difícil distinguir quién decía qué:

Tratamos de hacer lo que sentimos, en eso estamos de acuerdo. Vamos por el mundo haciendo lo que nos pinta, también de acuerdo a ciertas costumbres que hemos aceptado a lo largo de los años. Buscando que nos dé placer. Buscando dar placer. Buscando mover estructuras, nuestras y ajenas. Creemos que la forma, en sí, no es tan importante como el cómo. Pero también sabemos que en la forma están los detalles que hacen a este mundo. Todavía tenemos un poco de miedo. Seguimos buscando el respeto de otros. Y a veces nos olvidamos de respetarnos a nosotros mismos. ¿Y a quién podemos respetar así? Aprendimos a reconocerlo. Nos gusta escuchar, aunque a veces hablamos demasiado. Todavía estamos buscando la precisión de nuestro granito de arena. Con disfrute. ¿Y el miedo es a qué? ¿A encontrar? Hacia allá vamos. Tratando de aceptar la totalidad de lo que somos. Aprendiendo a verla. Aprendiendo a olvidarnos de ser solo uno. Al punto de ser, a veces, dos.

Vamos llegando a la rotonda, y surge la pregunta: "¿Qué tenés vos que yo no?"

Es interesante, en sus múltiples variantes. ¿Qué vos yo no? Hacés. Decís, pensás, sentís. Querés.

En cualquier momento entramos a trabajar. Y entonces me pido una frase que me ayude a salir de este nudo en que me he puesto. De esta mezcla de emociones, sensaciones. Que me ayude a estar acá, a ser mi cuerpo, mi mente y mi alma en sociedad. A dejar de necesitar distinguirlos.

Y ahí nomás salen, como si nada, frente a la persiana de la panadería naranja, bajo el cielo nublado, desde la ventanilla del auto a punto de arrancar, una vez que me pagué lo que me debía por el viaje, dos palabras: "Sos mortal."