lunes, 8 de agosto de 2011

El remisero fantasma.

Dejar las llaves adentro del auto y trabar la puerta es algo que se supone uno no debería hacer. Menos si está en Pueblo Esther, a 10 kilómetros del duplicado más cercano, después de viajar a solas con una perra llamada Zeta (un can hembra, no una mujer exuberante y estrambótica) en el asiento trasero. Tras varias ideas fallidas para reabrirla, algunos movimientos de un alambre por la hendija entre la puerta y el marco salvan la noche. A la vuelta el operador decreta: "Eso es por viajar con el vidrio levantado del todo". Y claro. En esto del remís, como en cualquier otra cosa, conviene ser abierto.

Y así, entre mate y mate, me enteré la historia del correntino, un chofer que habría terminado sus días dentro del auto, por miedo a quedarse afuera. Una versión cuenta que en realidad fue su mujer la que lo echó de la casa porque él la llamó para pedirle que le mande el otro juego. A las tres de la mañana. El día del casamiento de su hermano. Casamiento al que el correntino había faltado porque tenía que laburar.

Es que la mujer del correntino era tan buena. Lo quería tanto, tanto, que siempre le creía todo, todo. Y el correntino también la quería, y nunca le hubiera mentido. Por eso se puso tan contento de verla llegar con su colega a alcanzarle las llaves y cebarle unos mates, toda arreglada como para la boda de un hermano. Por eso la abrazó y la besó a pesar de su cara de sorpresa. Por eso se enojó con la otra cuando le empezó a pedir explicaciones de quién era "esa", la muy desubicada. Por eso se puso triste cuando ella le empezó a pedir explicaciones por la "otra". Y por eso no le quiso creer cuando ella le dijo que era la última vez.

Después de una discusión se subió al auto y siguió trabajando. Era su forma de no pensar. Cuando volvió se encontró la cerradura de la casa cambiada. Cada tanto la llamaba, pero ella no lo dejaba volver. Dicen que al principio se bajaba al baño, se lavaba en estaciones de servicio y compraba la comida en rotiserías. Después ya les encargaba viandas a los playeros, cuando paraba a cargar gas. Los convenció de que no lo hagan bajarse, y como lo conocían, lo dejaban. Creían que era por un tiempo, que ya se le iba a pasar.

Dormía sobre el asiento reclinado y seguía trabajando. Después de un tiempo la gente ya no quería subirse, porque no soportaba el olor. Y él mismo a veces se negaba a abrir la puerta. Tomaba los viajes y, cuando llegaba, se quedaba mirando a la gente con cara de perro mojado. Había pegado contra el vidrio varios carteles que decían "perdoname". Cuando dejaron de darle viajes, iba a los destinos de otros y se quedaba mirando. Saludaba con dos señas de luces cortas y una larga.

Dicen que algunos contaron que cada tanto les parece ver esa señal en el retrovisor, y cuando miran para atrás, nada.

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